Cada vez que, por coda, termino haciendo algo que no me gusta, en lo
que no soy experta o que me hace sentir insegura, recuerdo a David
Ricardo y su concepto de ventaja comparativa. Pareciera que desde el
siglo XIX me llega la voz de este economista autor de uno de los
conceptos básicos que fundamenta la teoría del comercio internacional
hasta nuestros días.
La ventaja comparativa es un concepto lógico que demuestra que los
países tienden a especializarse en la producción y exportación de
aquellos bienes que fabrican con un costo más bajo respecto al resto del
mundo. Y tal como funciona para las naciones, opera para las personas
en lo individual y para las empresas. Es decir, cada quien debe hacer
aquello en los que es comparativamente más eficiente que los demás y
tendrá que dejar en manos de otros los bienes y servicios en los que es
más ineficaz y que, por tanto, produce con costos y gastos
comparativamente más altos que el resto.
La teoría desarrollada por David Ricardo a principios del siglo XIX,
postula una idea simple y sensata: aunque alguien sea capaz de fabricar
ciertos productos o de dar ciertos servicios, lo mejor es especializarse
en aquellos rubros para los que su ventaja sea comparativamente mayor o
su desventaja comparativamente menor.
Un ejemplo ilustra fácilmente la idea de Ricardo: Un abogado quiere
plantar 10 flores en su jardín y se tarda 1 hora en hacerlo. Un
jardinero se tarda 3 horas en plantar las mismas 10 flores. El abogado
cobra por hora 2,000 pesos. El jardinero 100. A pesar de que el abogado
puede plantar las flores, es decir, tiene los conocimientos y puede
desempeñar más rápidamente la tarea, le conviene contratar a un
jardinero, pagarle 300 pesos por el encargo e irse a trabajar para
cobrar su cuota por hora.
Nada tiene de indigno que un ingeniero salga a barrer la calle de la
fábrica en la que trabaja; sin embargo, es mejor contratar a un
barrendero que haga las labores de limpieza y que aquél aproveche el
tiempo haciendo tareas que pueden retribuirle más a la empresa. Sin
embargo, una tendencia creciente entre los emprendedores es creer que
ellos deben hacerlo todo. En un afán por optimizar recursos quieren
desarrollar una idea, generar una propuesta de valor, vender productos y
servicios, encargarse de las campañas publicitarias y de la promoción,
llevar la contabilidad, calcular los impuestos, abrir la puerta y servir
el café. Evidentemente, eso trae consigo un costo de oportunidad
altísimo y un desperdicio circunstancial que no alcanzan a ver.
Un emprendedor astuto sabrá rodearse de un equipo de expertos que lo
ayuden a desarrollar un plan de trabajo en que la división de tareas
responda a la teoría de David Ricardo. Es decir, dará a cada quien la
tarea que mejor sabe desempeñar, incluso si eso implica llamar a
externos.
Y para ello el emprendedor deberá cumplir 3 mandamientos:
- Repartirá las responsabilidades entre aquellos que son más eficientes para llevarlas a cabo.
- Entenderá que él no puede ser experto en todo y delegará alegremente las funciones en manos que sepan hacer las cosas mejor.
- Pagará con gusto los servicios, asesorías, consejos y capacitaciones necesarias para dejar lista su idea para salir al mercado.
Un emprendedor debe entender el proceso a seguir para hacer que su
idea tome forma y se convierta en un proyecto exitoso. Por desgracia, lo
más común es encontrarnos a personas que están tan enamoradas de su
propósito que edifican una barrera que actúe como fortaleza y no
permiten ningún tipo de pensamiento que se salga de esa línea. No
obstante, abrir los ojos y los oídos no es mala idea.
También es frecuente que un emprendedor quiera utilizar todas las
facilidades de los servicios gratuitos que hay en internet o que ofrecen
las redes sociales. Se olvidan de que el tiempo es un recurso escaso y
valioso que ellos deben utilizar a su favor, y no desperdiciarlo
haciendo pininos en aquello que podrían encomendar a alguien más.
La teoría de David Ricardo, tan apreciada por el entorno económico
como la evolución de la teoría de Adam Smith, puede encontrar un
paralelismo en el conocimiento popular. El refrán que reza: lo barato sale caro
es lo que la ventaja comparativa trata de explicar. Muchos
emprendedores hacen ahorros mal entendidos. Ven el tronco y dejan de ver
el bosque. Se concentran en detalles y pierden de vista el paisaje.
Desde luego, no trato de decir que un emprendedor debe salir a
concretar su idea con la cartera desenvainada. Eso sería un error, como
también lo es tenerla encerrada bajo piedra y lodo. Los dos extremos son
igualmente dañinos. Ambos fallan en la misma dimensión: deben tener en
cuenta la ventaja comparativa. Para ello es preciso saber hacer cuentas,
tener parámetros apropiados y determinar adecuadamente las prioridades.
Entiendo que muchos proyectos de emprendimiento se basan en ideas
novedosas y que no se cuenta con muchos datos para comparar y llegar a
una conclusión fundamentada. Por lo tanto es importante acercarse a
expertos que puedan dar un punto de vista fresco y objetivo sobre las
ideas que se pretende desarrollar. Zapatero a tus zapatos es un
consejo que permite abordar con serenidad la forma en que debemos
discernir qué es lo que debemos hacer personalmente, y qué es lo que
debemos dejar para que otros lo hagan.
Claro que a un emprendedor no se le caen las manos por servir un café
ni se deshonra por contestar el teléfono; sin embargo, es muy probable
que si deja esas y otras actividades en manos expertas, él puede
rentabilizar más el proyecto dedicándose a lo que le ayudará a ver que
su proyecto avance, a aquello que en verdad le apasiona y para lo que es
realmente bueno.
Por eso, cuando por coda me da la tentación de hacer algo que no me
gusta, en lo que no soy experta o en lo que me siento insegura, pienso
en David Ricardo y busco rápidamente a alguien que lo sepa hacer y me
quito de problemas. Sé que el economista inglés, desde el siglo XIX,
estará sonriendo satisfecho por mi decisión
Forbes (México)
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